lunes, 5 de marzo de 2012

Día 1- ¿Soy un perro?

Acababa de firmar el ingreso, cuando me condujeron a una enorme puerta metálica, blindada, a la que sólo se podía acceder pulsando el timbre. Alguien abrió. Escoltada por el personal de seguridad, me condujeron por esa puerta, mientras mi madre gritaba fuera, llamándome, pidiendo que no me encerraran. “No puedo entrar y dejarla así, me voy, ella también está enferma”, le dije al guardia. “Olvida todo lo que quede de ésta puerta hacia fuera, ya no puedes irte, y va a ser duro”, me contestó.
Y lo fue…
Nada más entrar por la puerta, me condujeron a una habitación compartida, donde me ofrecieron algo caliente, que yo acepté. Hacía mucho frío. A pesar de tener delante la hoja con lo que me había ocurrido, me lo preguntaron. Tuve que narrar mi relato incoherente otra vez. Me leyeron las normas, algunas absurdas, que en ése momento no comprendí: estaba demasiado asustada, mirando las amarras en la cama de mi compañera de dormitorio. Eran unas correas blancas, imantadas, que para mayor seguridad se cerraban con una llave. Te sujetaban de pies y manos a la cama, con un pañal, no soltándote ni para comer, utilizar el cuarto de baño o beber agua. Durante horas o días, según cuadrase. Ése era el castigo a lo que consideraban mala conducta, que iba desde conductas agresivas hasta que, simplemente, fueses molesto por estar alterado. Muchas personas sufrieron ese castigo por llorar a su llegada.
Lo siguiente fue guardar en un compartimento los objetos personales, incluidas las gafas, sin las que no veo nada, que sólo me dejaban un límite de horas. Y eso dependía de las ganas de trabajar que tuviese el turno de mañana, por lo que, las únicas actividades, que eran leer (aunque me requisaron un libro, por tener las tapas duras), la tele, algunos juegos de mesa y el papel, la única forma de expresarme que tenía, me era imposible en determinadas horas, y los dos primeros días, totalmente.
Como no suelo llevar encima un cepillo de dientes, pasta dentífrica y gel encima cuando me suben a un coche patrulla para llevarme a un hospital, pedí un cepillo de dientes y pasta. Y algo con lo que ducharme. A falta de lo primero, me tuve que conformar con enjuague, teniendo la boca en mal estado por la anorexia y la bulimia. Los dientes me dolían a horrores, pero no era nada comparado con lo que iba a ver. A falta de jabón, me dieron el jabón con el que lavaba las sábanas para ducharme. Y procedieron a lo que hizo resaltar mi imagen de perrito junto con las correas: colocarme una pulsera de plástico, que me acompañó durante 20 días con sus noches, con mi nombre y apellidos, mi habitación, y en letras grandes, “PSIQUIATRÍA”. Los tres últimos días, cuando empecé a salir dos horas, acompañada por mi madre, me cubría esa identificación con la manga, porque la gente se quedaba mirando. Se apartaban. Era una loca, A falta de cordones, la gente lucía un trozo de esparadrapo, sujetando zapatos y deportivos a los pies, lo que aumentaba las miradas de la gente cuerda en sus salidas con familiares. Y a falta de un cuchillo de plástico, cuando hasta los niños de preescolar tienen derecho a tijeras de punta redonda, cortábamos la comida con el mango de una cuchara.
Esa tarde, uno de los pacientes, FR, se puso enfermo, por un exceso de medicación. Yo no sabía cual era la que me estaban dando. “La tuya, tómala y no me preguntes, no quiero saber nada”  fue la respuesta del enfermero que me la dio, examinándome luego la boca, para comprobar que me la había tragado. Con el vasito desechable que me habían dado con mi nombre, tuve que estar llevándole toda la tarde agua a FR, porque, cuando avisé al celador que correspondía de que estaba realmente enfermo, me dijo “Tú a lo tuyo”, con un tono déspota, y siguió leyendo el periódico. Fuimos los propios pacientes los que le asistimos.
Ya en la habitación, fingí dormir, para que no me diesen otra pastilla, y lo que vi me aterrorizó: habían amarrado a mi compañera, que creía que la querían matar, para darle la medicación, algo que podían haberle colado en la cena. En su lugar, disolvieron la pastilla en agua, y le pinzaron la nariz, para que la falta de aire le hiciese abrir la boca. Le metieron el agua con la medicina, y le colocaron la cabeza en un ángulo extraño. “Más te vale tragar, o te vas a morir ahogada”, le dijeron. Y la mujer tuvo que tragar con este mecanismo brutal, pudiendo haber usado otros medios. “Esto no es un psiquiátrico…es una perrera, y yo, un puto perro”, pensé. Me sentí impotente al no poder defender a A32. Y no pude dormir. Y en mi insomnio, fui contemplando más cosas, que iré narrando. A32 lloraba, y entre llantos decía “me quieren matar”, lo que hizo que durmiese amarrada. Así fue mi llegada
Lilith322

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